Había perdido los últimos quinientos en el
hipódromo y di un par de vueltas antes de volver al departamento. Sabía que López
había dejado su puerta entreabierta para
verme llegar y romperme las pelotas otra vez con lo del alquiler.
Inevitablemente tendría que pasar por ese pasillo antes de entrar en mi pieza.
La última vez que había intentado entrar por la ventana para evitarme la
escena, había sufrido un tirón en la espalda que me había tenido mal por varios
días. Era sentarme frente a la máquina de escribir, sentir el puto tirón y
acordarme de López. Así ninguna buena idea quiso venir; sólo su cara y cosas de
mierda sobre el dolor y la gente que no te deja en paz. Pensándolo bien, era
siempre así, esto de sentarse a escribir: esconderte de cualquier cosa que
busca arrinconarte, aunque sea imaginaria, viva, enterrada o encuadrada en una
foto familiar.
La única foto a la que yo todavía le tenía miedo
era a la de Linda. Las demás se habían llenado de tiempo y ahora eran papeles
que no podían morderle los talones a nadie. Ella todavía estaba tibia y a
color. Su foto aún parecía putearme y dar aquel portazo, apagando la única cosa
viva que quedaba en el departamento. De eso hacía ya 6 meses. Esta vez la
soledad parecía cierta.
Fui a comprar cervezas en lo del chino Zhang, que todavía me fiaba, y me arriesgué a volver a
casa. López estaba tal como imaginé: con
la puerta abierta, pero cuando pasé lo vi de espaldas, hablando por teléfono.
Aun así, debió escucharme llegar, porque
a los 5 minutos sentí sus pasos acercarse por el pasillo y golpeó con
seguridad. Yo seguí guardando las cervezas en la heladera, sin mover un músculo
para abrirle, cosa que debe haberle irritado el puño aún más y así lo hizo
sentir contra la puerta.
Que se fuera a la mierda. Hay personas de las que
podías adivinar todo lo que tenían para decirte, sin que abrieran la boca. López
era uno de estos, me hacía perder el tiempo. Daba lo mismo escucharlo o ver su
nota pegada en la puerta. Si se podía elegir, prefería la nota; era más fácil
de ignorar.
Lo escuché putear y tirar al aire todo tipo de
amenazas. Después sus pasos llevaron la
frustración de nuevo a su oficina, de donde no tendría que haber salido. Abrí
una cerveza y me senté frente a la
máquina a drenar algo que pudiera mandarle a mi editor y pagara el alquiler
cuando López me diera su habitual
ultimátum, cerca del día 20. Hacía dos días que me sentaba frente a la hoja y
las teclas no se movían. La foto de Linda estaba dejando de hablarme, y también
la cerveza. A este paso en 15 días me quedaría en la calle.
La tercera botella trajo un poco de pasado de
vuelta y llenó de buena sustancia un par de poemas. Los saqué de la máquina
para leerlos y me parecieron lo suficientemente decentes para mandarlos. Los
apoyé sobre la mesa, como si contara plata. Acababa de comprar con ellos un mes
más en aquel tugurio y seguro alcanzaba para la cuenta del supermercado, antes
de que Zhang comenzara a odiarme también.
Volví a sentir golpes en la puerta, pero sonaban
distinto, como de primera vez. Cuando uno tiene que esconderse (o quiere, da lo
mismo) aprende estos matices. Esta vez abrí.
-
¿Señor
Chinaski? (no esperó mi confirmación). Soy Gogó, una gran admiradora. El
administrador me dejó pasar…
López hijo
de puta. Ya había amenazado la última vez que si no pagaba, iba a hacer pasar a
todo aquel que preguntara por mí y les iba a cobrar entrada, como en un circo
romano. Que vinieran a adularme, cojerme o despellejarme, no era su problema.
Esto tenía la pinta de ser el primer caso. Quizás
el segundo, pero su cara aún florecida en granos me daba la pauta de que no
había llegado a la edad donde me evitaría problemas. De todas formas parecía
estar cerca de los 17. El vestido amarillo no sobrepasaba la rodilla y al moverse
asomaban unas piernas bien contorneadas,
aunque todavía sin gracia. No era una
gran belleza, pero había algo distinto en esos rulos morenos lloviéndole hasta
la cintura y detrás de esos ojos negros, bastante incisivos y profundos. Definitivamente no tenía mirada de
virgen. Ese fue el pase definitivo para
que le abriera la puerta.
-
Sí, soy yo.
¿Entramos? No me gusta darle espectáculos gratis a los vecinos
-
¡Sí, por
supuesto!
-
¿Una
cerveza?
-
¡Claro, me encantaría! – contestó, feliz del buen
recibimiento.
Se notaba que no usaba tacos habitualmente,
caminaba como pisando huevos. Me di cuenta de que se había vestido así para
parecer mayor e impresionarme, y eso me
excitó. Era un principio de acuerdo. Ella quería agradarme y yo estaba
dispuesto a hacerle los honores.
Se sentó en la única silla que no tenía ropa sucia
ni papeles y se acomodó el pelo. Me contó que quería estudiar letras; había leído mis dos novelas. Era fanática de la revista que editaba mis
cosas. Tenía todos los números y quería un autógrafo. Comenzó a recitar un
poema de memoria y yo me di cuenta de
que tenía que ir al baño. Pensé en cómo le caerían a una romántica de este tipo
los aspectos crudos de un escritor, su humanidad expuesta. No muchas
sobrevivían. Por lo general mujeres así te sientan en el trono de Dios y te
bajan al infierno en un solo movimiento. Habría que ir con cuidado. No me
quería perder una cogida gratis y la chica era como un cartel luminoso diciendo
que sí en cada gesto.
Me acerqué con la excusa de la cerveza y le planté
un beso en la boca en medio del penúltimo verso. No quería escuchar ese final,
odiaba ese poema, lo hubiera cambiado con gusto si me hubieran dado una semana
extra. Pero también esa vez tenía apuro por pagar las cuentas y los editores,
una vez que eras algo famoso, no se metían mucho con el contenido, sólo
contaban palabras. Ni siquiera entendían la poesía, para ellos era buena si la
gente pedía más, así les dieras mierda envuelta con un moño rojo. Mi tono de
rojo estaba a la moda, quién sabe por qué. Habría que aprovechar el
viento. Y hablando de mierda, yo tenía
que liberarme urgente. Pero ante el beso, Gogó se me había prendido con la
fuerza de una sopapa. Su piel tenía olor a chicle de frutas. Toda ella era un
chicle de frutas, dejándose moldear por las circunstancias. La adolescencia no
medía, era simple impulso. Todo lo que hubiera que pensar pasaba para después,
porque había un gran después y no un gran antes, como en mis 60 años.
Me separé como pude y le ocupé la mano que antes
tenía en mi pija, con una cerveza. Si no cagaba ahora, no se me iba a
parar. Cuando salí del baño, ella estaba
sentada sobre la mesa, con el vestido levantado. La escena del baño no la había
hecho desistir. Se había sentado sobre los poemas que pagarían las cuentas del
mes, pero si yo le insinuaba que se moviera, sumado a la escena del baño, iba a
quedar como un quisquilloso. Además si ella se paraba a pensar un segundo,
caería en que yo era un gran error. Y yo vería en sus pupilas algo arrugado y
viejo: mi propio reflejo ante el rechazo. Me acerqué, listo para cogerla y ella
comenzó a moverse sobre mis frases de amor frustrado hacia Linda. Cuando estaba
poniéndose bueno, la puerta se abrió (no hubo golpes esta vez) y entró un
hombre enfurecido que dijo ser el padre. Me imaginé a López disfrutando de su circo romano, en el pasillo.
Yo no alcancé a subirme los pantalones antes de que el tipo cruzara el aire con
un golpe que me dejó sentado en el piso. Después se llevó a la chica de los
pelos, a Gogó vestido amarillo y taco alto, pero sin calzones. A Gogó llorosa y
agitada que sin darse cuenta, llevaba pegado en su culo mojado por el sexo, el
poema 78, sin que yo, todavía paralizado por el golpe, pudiera hacer más que verlo
partir, junto con la mitad del alquiler.
Si al menos hubiera dejado algo vivo a cambio. Pero
ella era de las fotos que no llenaban la casa. Ella había sido sólo un aire
tibio que entró por la ventana, pero que no alcanzó para mover las puertas. La
máquina de escribir y yo nos miramos el resto de la noche, sin saber cómo
rellenar los silencios que habían quedado desordenados por todas partes.