viernes, 11 de diciembre de 2015

No todas las fotos pagan las cuentas (cuento a lo Bukowski)



Había perdido los últimos quinientos en el hipódromo y di un par de vueltas antes de volver al departamento. Sabía que López  había dejado su puerta entreabierta para verme llegar y romperme las pelotas otra vez con lo del alquiler. Inevitablemente tendría que pasar por ese pasillo antes de entrar en mi pieza. La última vez que había intentado entrar por la ventana para evitarme la escena, había sufrido un tirón en la espalda que me había tenido mal por varios días. Era sentarme frente a la máquina de escribir, sentir el puto tirón y acordarme de López. Así ninguna buena idea quiso venir; sólo su cara y cosas de mierda sobre el dolor y la gente que no te deja en paz. Pensándolo bien, era siempre así, esto de sentarse a escribir: esconderte de cualquier cosa que busca arrinconarte, aunque sea imaginaria, viva, enterrada o encuadrada en una foto familiar.
La única foto a la que yo todavía le tenía miedo era a la de Linda. Las demás se habían llenado de tiempo y ahora eran papeles que no podían morderle los talones a nadie. Ella todavía estaba tibia y a color. Su foto aún parecía putearme y dar aquel portazo, apagando la única cosa viva que quedaba en el departamento. De eso hacía ya 6 meses. Esta vez la soledad parecía cierta.
Fui a comprar cervezas en lo del chino Zhang, que todavía me fiaba, y me arriesgué a volver a casa. López  estaba tal como imaginé: con la puerta abierta, pero cuando pasé lo vi de espaldas, hablando por teléfono. Aun así,  debió escucharme llegar, porque a los 5 minutos sentí sus pasos acercarse por el pasillo y golpeó con seguridad. Yo seguí guardando las cervezas en la heladera, sin mover un músculo para abrirle, cosa que debe haberle irritado el puño aún más y así lo hizo sentir contra la puerta.
Que se fuera a la mierda. Hay personas de las que podías adivinar todo lo que tenían para decirte, sin que abrieran la boca. López era uno de estos, me hacía perder el tiempo. Daba lo mismo escucharlo o ver su nota pegada en la puerta. Si se podía elegir, prefería la nota; era más fácil de ignorar. 
Lo escuché putear y tirar al aire todo tipo de amenazas. Después  sus pasos llevaron la frustración de nuevo a su oficina, de donde no tendría que haber salido. Abrí una cerveza  y me senté frente a la máquina a drenar algo que pudiera mandarle a mi editor y pagara el alquiler cuando López  me diera su habitual ultimátum, cerca del día 20. Hacía dos días que me sentaba frente a la hoja y las teclas no se movían. La foto de Linda estaba dejando de hablarme, y también la cerveza. A este paso en 15 días me quedaría en la calle.
La tercera botella trajo un poco de pasado de vuelta y llenó de buena sustancia un par de poemas. Los saqué de la máquina para leerlos y me parecieron lo suficientemente decentes para mandarlos. Los apoyé sobre la mesa, como si contara plata. Acababa de comprar con ellos un mes más en aquel tugurio y seguro alcanzaba para la cuenta del supermercado, antes de que Zhang comenzara a odiarme también. 
Volví a sentir golpes en la puerta, pero sonaban distinto, como de primera vez. Cuando uno tiene que esconderse (o quiere, da lo mismo) aprende estos matices. Esta vez abrí.
-  ¿Señor Chinaski? (no esperó mi confirmación). Soy Gogó, una gran admiradora. El administrador me dejó pasar…
López  hijo de puta. Ya había amenazado la última vez que si no pagaba, iba a hacer pasar a todo aquel que preguntara por mí y les iba a cobrar entrada, como en un circo romano. Que vinieran a adularme, cojerme o despellejarme, no era su problema.
Esto tenía la pinta de ser el primer caso. Quizás el segundo, pero su cara aún florecida en granos me daba la pauta de que no había llegado a la edad donde me evitaría problemas. De todas formas parecía estar cerca de los 17. El vestido amarillo no sobrepasaba la rodilla y al moverse asomaban unas piernas  bien contorneadas, aunque todavía sin gracia.  No era una gran belleza, pero había algo distinto en esos rulos morenos lloviéndole hasta la cintura y detrás de esos ojos negros, bastante incisivos y profundos.  Definitivamente no tenía mirada de virgen.  Ese fue el pase definitivo para que le abriera la puerta.
-  Sí, soy yo. ¿Entramos? No me gusta darle espectáculos gratis a los vecinos
-  ¡Sí, por supuesto!
-  ¿Una cerveza?
-  ¡Claro,  me encantaría! – contestó, feliz del buen recibimiento.
Se notaba que no usaba tacos habitualmente, caminaba como pisando huevos. Me di cuenta de que se había vestido así para parecer mayor e impresionarme,  y eso me excitó. Era un principio de acuerdo. Ella quería agradarme y yo estaba dispuesto a hacerle los honores.
Se sentó en la única silla que no tenía ropa sucia ni papeles y se acomodó el pelo. Me contó que quería estudiar letras;  había leído mis dos novelas.  Era fanática de la revista que editaba mis cosas. Tenía todos los números y quería un autógrafo. Comenzó a recitar un poema de memoria y  yo me di cuenta de que tenía que ir al baño. Pensé en cómo le caerían a una romántica de este tipo los aspectos crudos de un escritor, su humanidad expuesta. No muchas sobrevivían. Por lo general mujeres así te sientan en el trono de Dios y te bajan al infierno en un solo movimiento. Habría que ir con cuidado. No me quería perder una cogida gratis y la chica era como un cartel luminoso diciendo que sí en cada gesto.
Me acerqué con la excusa de la cerveza y le planté un beso en la boca en medio del penúltimo verso. No quería escuchar ese final, odiaba ese poema, lo hubiera cambiado con gusto si me hubieran dado una semana extra. Pero también esa vez tenía apuro por pagar las cuentas y los editores, una vez que eras algo famoso, no se metían mucho con el contenido, sólo contaban palabras. Ni siquiera entendían la poesía, para ellos era buena si la gente pedía más, así les dieras mierda envuelta con un moño rojo. Mi tono de rojo estaba a la moda, quién sabe por qué. Habría que aprovechar el viento.  Y hablando de mierda, yo tenía que liberarme urgente. Pero ante el beso, Gogó se me había prendido con la fuerza de una sopapa. Su piel tenía olor a chicle de frutas. Toda ella era un chicle de frutas, dejándose moldear por las circunstancias. La adolescencia no medía, era simple impulso. Todo lo que hubiera que pensar pasaba para después, porque había un gran después y no un gran antes, como en mis 60 años.
Me separé como pude y le ocupé la mano que antes tenía en mi pija, con una cerveza. Si no cagaba ahora, no se me iba a parar.  Cuando salí del baño, ella estaba sentada sobre la mesa, con el vestido levantado. La escena del baño no la había hecho desistir. Se había sentado sobre los poemas que pagarían las cuentas del mes, pero si yo le insinuaba que se moviera, sumado a la escena del baño, iba a quedar como un quisquilloso. Además si ella se paraba a pensar un segundo, caería en que yo era un gran error. Y yo vería en sus pupilas algo arrugado y viejo: mi propio reflejo ante el rechazo. Me acerqué, listo para cogerla y ella comenzó a moverse sobre mis frases de amor frustrado hacia Linda. Cuando estaba poniéndose bueno, la puerta se abrió (no hubo golpes esta vez) y entró un hombre enfurecido que dijo ser el padre. Me imaginé a López  disfrutando de su circo romano, en el pasillo. Yo no alcancé a subirme los pantalones antes de que el tipo cruzara el aire con un golpe que me dejó sentado en el piso. Después se llevó a la chica de los pelos, a Gogó vestido amarillo y taco alto, pero sin calzones. A Gogó llorosa y agitada que sin darse cuenta, llevaba pegado en su culo mojado por el sexo, el poema 78, sin que yo, todavía paralizado por el golpe, pudiera hacer más que verlo partir, junto con la mitad del alquiler.
Si al menos hubiera dejado algo vivo a cambio. Pero ella era de las fotos que no llenaban la casa. Ella había sido sólo un aire tibio que entró por la ventana, pero que no alcanzó para mover las puertas. La máquina de escribir y yo nos miramos el resto de la noche, sin saber cómo rellenar los silencios que habían quedado desordenados por todas partes.

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