Están esos días donde no hay sol en el fondo de los
bolsillos y hay que fabricarse alguno, sobre todo porque es absolutamente
necesario para que mañana sea una posibilidad. Entonces ahí está mi gata, que
brilla desde su afuera como si quisiera guiarme y le sigo la huella hasta el
balcón, donde va a oler el aire en un gesto como si en ello hubiera encontrado
el sentido de sus siete vidas enteras. La envidio por descubrir el secreto para
algunos, en algo que hacemos todos, porque incluso esa misma sustancia entra y
sale de mí, y no siento en ello ninguna experiencia trascendente, más que
perpetuarme anclada en lo orgánico.
En eso ella gira levemente su cabeza, y un nosequé en ese
movimiento me recuerda a alguien. Ya no es la gata sino mi padre quien ahora
inhala, deteniendo el aire, retrocediéndolo. Aire oliendo a tu tabaco que
sofoca más apagado que prendido; un soplo no conductor de la palabra guardada,
ahora inútil. Un viento apurado por mostrarte que ahora entiendo un poco más, y
tampoco sirve; una brisa leve que susurra el gracias por los libros congelado
en los tinteros. Qué frío es ese aire solo y parecido; cuánto entiendo tanto
vidrio vacío haciendo fila en el rincón, sin reflejar la luz sino comiéndosela.
Gira la hora y la vida en la proyección que ahora vuelve en
la gata que se levanta a buscar comida. En mi diario hoy declaro que cuando respiré,
aprendí a rezar.
Eterno rezo que va encontrando su propia paz.
ResponderEliminarAplausos de pie.
La paz es un día a día. Hoy quiso venir...
EliminarGracias!