Un punto es la pared
que separa al texto del mundo real. Es el descanso de la lapicera. El hasta acá
de la idea. El segundo punto llega y lo potencia, le hace compañía, suman. Se
forman e insinúan un trazo imaginario en el espacio entre uno y otro. La tensión
entre ambos potencia sus extremos. Una soga que gira sostenida en sus bordes
(Dánica dorada, Dánica dorada), sin nadie que aproveche el movimiento.
Llega el tercer punto, como un desequilibrio,
como un desorden, como burlándose de tu teoría previa, mostrándote que ese
borde que creías planteado podía extenderse si ampliabas la mirada. El tercer
punto te dice que hay un mundo afuera de
ese segmento; una felicidad de los no formales. El tercer punto abre la puerta.
Las puertas llevan, no son para detenerse. A nadie se le ocurriría quedarse
parado abajo, esperando. Te soplan el aire que empuja los destinos hacia
adelante y con eso alcanza para que se desate el envión al infinito interno o
al demasiado lejos.
Tres puntos no
alineados definen un plano. Tres puntos en fila suponen una pausa hacia lo
impreciso. Los puntos suspensivos (¿representantes del suspenso?¿de la
suspensión?) nunca saben lo que viene después. Tampoco les importa. Sólo se
ocupan de fundar su propio sentido de unidad en la intermitencia. Y de no morir
en los misterios.
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