viernes, 4 de diciembre de 2015

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    Un punto es la pared que separa al texto del mundo real. Es el descanso de la lapicera. El hasta acá de la idea. El segundo punto llega y lo potencia, le hace compañía, suman. Se forman e insinúan un trazo imaginario en el espacio entre uno y otro. La tensión entre ambos potencia sus extremos. Una soga que gira sostenida en sus bordes (Dánica dorada, Dánica dorada), sin nadie que aproveche el movimiento.
    Llega el tercer punto, como un desequilibrio, como un desorden, como burlándose de tu teoría previa, mostrándote que ese borde que creías planteado podía extenderse si ampliabas la mirada. El tercer punto te dice que  hay un mundo afuera de ese segmento; una felicidad de los no formales. El tercer punto abre la puerta. Las puertas llevan, no son para detenerse. A nadie se le ocurriría quedarse parado abajo, esperando. Te soplan el aire que empuja los destinos hacia adelante y con eso alcanza para que se desate el envión al infinito interno o al demasiado lejos.
    Tres puntos no alineados definen un plano. Tres puntos en fila suponen una pausa hacia lo impreciso. Los puntos suspensivos (¿representantes del suspenso?¿de la suspensión?) nunca saben lo que viene después. Tampoco les importa. Sólo se ocupan de fundar su propio sentido de unidad en la intermitencia. Y de no morir en los misterios.

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