Tiene
7 años, y ayer
se
lo olvidaron en la escuela.
La
remera que lleva
es
demasiado grande
aún
ahora, que sufre
una
indefinición del color
que
intenta encajar en los blancos.
Tiene
un agujero, también
en
su lado izquierdo,
por
donde aparece un lunar
y
en lo profundo,
puede
verse un conejito
inquieto
y rojo,
que
tintinea sin mordidas,
o
eso dice desde su ventana
cuando
se asoma, a veces.
Agujero
con flecos, barba de 3 días,
barrilete
con defensas blandas,
vencidas
demasiado rápido,
doble
flecha ida y vuelta,
por
donde entra el afuera
y
salen sueños, de los que juramos
olvidarnos
al crecer.
Gira
en medias vueltas,
rayo
de luz entre calesitas
de
una Ciudad Gótica de barrio,
Atlántida
emergente
del
patio de adelante,
jugándose
un ojo en modo superhéroe,
y
otro en la puerta, por si sus dioses
llegan,
al fin, a rescatarlo.
Hay
un agujero en la inmunidad de su traje
por
donde entra el hambre de las 13,
y
él se siente una aguja más,
en
el paso de las horas.
Como
si le tocara justificar la ausencia
fabrica
disculpas, y un
mi
mamá debe estar cocinando,
y
es un clima agridulce, cuando lo escucho
llenarse
entero, de todas las letras
redondas
del mimamá
como
si con eso sobrara,
o
alcanzara, al menos,
y
pienso si el conejito
lo
estará mirando
como
yo, en silencio,
y
querrá acurrucarlo.
No
hay malos en la historia
de
mi superhéroe del patio,
sino
gente que ya llega,
pero
todavía
no.
Y
es un agujero solitario, ese que tiene.
También
lo es
el
de la remera.
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