Manuel miró el
reloj por última vez antes de salir. Se le había hecho tarde y no sabía si a esta
hora aún pasaban colectivos, pero iba a intentar esperar el 103, que era el que
lo aproximaba más a la sala velatoria. “Tendría que tener un auto”, se dijo 10
minutos después cuando comprobó que el ómnibus aparentemente nunca llegaría,
pero sabía que era sólo la ansiedad de la espera lo que le motivaba la frase.
No estaba en sus planes comprarse un auto, ni una casa, ni siquiera un saco
nuevo. Sus últimos años (y las 18000 últimas circunstancias de ese tiempo) lo
habían conducido por un camino desapegado de lo material; en realidad,
desapegado de todo. Incluso la muerte de su abuela no le había generado mucha conmoción, tal vez
sólo una sensación de vacío un tanto superior a la habitual. A veces se
preguntaba cómo era que ese vacío podía sentirse tan presente y pesado; cómo podía no dejar de llenarse de
justificaciones, agrandándose algunas veces como si tuviera vida y voluntad
propia de sobrevivir a su lucha por quebrarlo.
Justo en este
punto su mente percibió el cartel del colectivo acercándose, así que volvió de
sus abstracciones y recontó las monedas que tenía en la mano, aunque ya sabía
que sumaban $3.75. Hasta eso era previsible, casi como su propia vida
últimamente. En ocasiones fantaseaba con la idea de encontrar una moneda más, o
una menos para tener que pensar en que el universo juega con nosotros a veces.
Pero no, esta vez no había juegos y las monedas, como el viaje subsiguiente,
fueron sin sorpresas. Bajó por atrás aunque la poca concurrencia de viajeros le
indicaba que hubiera dado igual bajar por adelante, pero no tenía ganas hoy de
desafiar esa regla. A veces sí lo hacía, en especial cuando el colectivo estaba
completamente lleno, sólo por el placer de hacer sentir su presencia a todos
los que iba empujando con fingida prisa por llegar a la próxima parada, mientras
el cartel de “descienda por atrás” pegado sobre la ventanilla del
costado parecía saltarle a la cara en rojo furioso. Sí, se dijo, su forma de
obtener placer de las circunstancias era bastante extraña últimamente.
Llegó a la
cochería y buscó la sala 2, donde encontró a su madre y padre, cuyos rostros ya
denotaban los días de cansancio y de vigilia al lado de ese ser que no decidía
si quedarse o irse, hasta que finalmente marchó. Ahí se enteró de la noticia,
que le susurraron casi con vergüenza, ya que el decoro, las buenas costumbres y
el protocolo de la muerte dicen en su artículo 25 que hablar de la herencia de
los difuntos es un tema tabú cuando todavía
el fallecido sigue ahí, adelante, casi escuchando. Al parecer la abuela
Martha tenía millones escondidos en algún sitio de su vivienda- le dijo su
padre- aunque nadie sabía dónde los había guardado. Es así como siendo él a quien
no le tocaba ni la misión de recibir a los pesantes, ni la de consolar y servir
café constantemente a la tía Margarita, debía encargarse de ir a encontrar
dónde estaba la fortuna que la anciana había escondido.
Así que ahí fue
él, en medio de la noche, a tomar otro
colectivo hacia el sitio señalado (en el camino pensó en las mismas cosas que
en el viaje anterior), casi entusiasmado
más por la aventura que por el dinero
mismo que fuera a encontrar, ya que ni la idea de los millones lo motivaba a replantear
su eterno desapego, pero aceptaba de buena gana toda experiencia que lo sacara
de esa apatía habitual que lo acompañaba.
Al llegar incursionó
primero en lugares donde cualquiera hubiera buscado, y después fue tratando de
trazar el perfil psicológico de la anciana, identificarse con sus rutinas y
formas de actuar para adivinar dónde podría estar la dichosa fortuna. Tampoco
tuvo éxito bajo este método, y rendido por el cansancio, al cabo de unas horas
abandonó la pesquisa y se echó a dormir en la cama de su abuela.
Al día siguiente
decidió que no iba a rendirse, que esto sería un desafío de pensar en detalles,
y exploró todo sitio de la casa como si fuera una hormiga que tuviera que
recorrer nuevos territorios para encontrar comida en Júpiter. El problema de
esta nueva forma de búsqueda consistía en que la vivienda era inmensa, y con el
paso de los días le comenzó a parecer particularmente más grande e intrincada
de lo que había percibido durante los 35 años en que había visitado a la
anciana en vida.
Sus padres
comenzaron a llamar, primero para saber si estaba teniendo algún tipo de éxito
en la misión, y luego preocupados por su
salud, ya que su madre presumía que ni siquiera se estaba alimentando, absorto
como estaba en la investigación. Primero
los atendía con diplomacia (su madre tenía razón; pasaba cada vez horas más
largas sin probar bocado, dormir o tomar agua) y luego ni siquiera se ocupó de ocultar sus
malos modales a la hora de contestar. En las últimas llamadas le habían
comunicado que necesitaban planificar la mudanza de los muebles para poner la mansión
en venta, que se resignara en cuanto a la búsqueda del dinero así como ellos ya
lo habían hecho hacía varias semanas, pero él les había respondido que aún no
podía irse. Cuando su madre le suplicó llorando que dejara la casa, y su padre
amenazó con ir a romper la puerta para sacarlo de ahí, Manuel dejó de atender
el teléfono, ya que consideraba que los minutos que pasaba escuchándolos bien
podrían significarle un nuevo mueble o rincón explorado hasta el hartazgo.
Se cumplió un
mes y seguía allí. El cansancio comenzó a hacerse sentir en su cuerpo y por
primera vez dudó de si en algún momento la misión tendría buenos resultados,
pero era mejor estar cansado a sentir el vacío de siempre, así que siguió
adelante. Ese martes decidió entrar por una puerta que antes no había advertido
y notó al atravesarla que estaba en una parte de la casa que no creyó
reconocer. Incluso en ese nuevo tramo empezaron a aparecer más puertas que
llevaban a nuevas habitaciones llenas de otras tantas puertas. Manuel se sintió más frustrado que nunca,
porque notó que iba a ser imposible examinar cada nuevo rincón que iba
descubriendo, pero cierta compulsión lo guiaba obsesivamente a seguir
explorando cada sector, que a pesar de que se le antojaba casi igual al
previamente descubierto, siempre era nuevo.
En cierto
momento el agotamiento fue demasiado, y decidió que ya era suficiente, que
quizá debía parar y deshacer el camino, pero no pudo hacerlo. No sabía cómo
había llegado a introducirse tanto en la mansión, pero ahora todo era un gran
laberinto del cual él no tenía idea de cómo salir, porque todas las puertas y
todas las paredes eran la misma pared y puerta multiplicadas en una secuencia
sin fin. Intentó tomarlo con calma y probar de buscar la salida, pero en vez de
ir hacia atrás le pareció que cada paso en reversa lo llevaba a perderse aún
más en el interior de la casa, ya que no podía descubrir huella o rastro suyo que
le diera alguna pauta de haber estado ahí minutos antes, o no.
En esa búsqueda
frenética de señales, se encontró yendo, viniendo, probando y volviendo, y al
dar un giro hacia la derecha se topó con la inesperadísima presencia de su
abuela, que, sentada en una silla con la caja llena del famoso dinero, comenzó
a hacerle gestos para que se acerque. Manuel sintió que la sangre se le
congelaba y le ardía a la vez, que lo recorría perdida, urgente y temblorosa tal
como él se estaba sintiendo en esta historia. Concluyendo que todo esto no podía ser real, intentó
una vez más volver atrás con desesperación, pero ya no existía atrás ni
adelante, adentro ni afuera, sólo esa sensación de vacío que lo había
acompañado siempre hasta en los momentos más extraños, y que ahora había
resurgido más viva que nunca; incluso parecía reírsele en la cara y hasta tener
dientes que comenzaron a devorarlo todo, a masticar paredes, a confundirse con
ellas, hasta que de repente el vacío fijó sus ojos huecos en él, y supo que
también sería devorado y no tenía salida entre tantas paredes infinitas llenas de puertas
infinitas.
La policía lo
encontró al día siguiente, muerto de hambre y sed, enroscado en posición fetal en
un rincón de la sala de espejos de la casa, que representó luego el sector
favorito para atraer a posibles compradores (ignorantes de este triste final).
Esta mansión era la única del barrio que poseía esta particularidad en la
construcción, aunque la anciana había mencionado esto en vida sólo a pocas
personas, para evitar las visitas inesperadas de turistas y curiosos. Atrás de
uno de esos espejos, los detectives que
investigaron la escena hallaron una caja
fuerte con el dinero.
Dicen los nuevos
dueños (que conocían a la abuela desde su juventud), que a ella le gustaba
jugar a construir laberintos con hermosas piezas de dominó de nácar, y que aún
se siente su presencia en la casa, sobre todo cuando alguna puerta se abre o se
cierra. También recuerdan a Manuel, el
único nieto de Martha, y coinciden en que su inexplicable muerte dejó atrás un
grandísimo y profundo vacío que se siente casi humano y palpable en cada hogar
de quienes lo llegaron a conocer bien.