martes, 27 de noviembre de 2012

Herencias (o de lo que dejan quienes se van)




Manuel miró el reloj por última vez  antes de salir.  Se le había hecho tarde y no sabía si a esta hora aún pasaban colectivos, pero iba a intentar esperar el 103, que era el que lo aproximaba más a la sala velatoria. “Tendría que tener un auto”, se dijo 10 minutos después cuando comprobó que el ómnibus aparentemente nunca llegaría, pero sabía que era sólo la ansiedad de la espera lo que le motivaba la frase. No estaba en sus planes comprarse un auto, ni una casa, ni siquiera un saco nuevo. Sus últimos años (y las 18000 últimas circunstancias de ese tiempo) lo habían conducido por un camino desapegado de lo material; en realidad, desapegado de todo. Incluso la muerte de su abuela  no le había generado mucha conmoción, tal vez sólo una sensación de vacío un tanto superior a la habitual. A veces se preguntaba cómo era que ese vacío podía sentirse tan presente y pesado;  cómo podía no dejar de llenarse de justificaciones, agrandándose algunas veces como si tuviera vida y voluntad propia de sobrevivir a su lucha por quebrarlo.
Justo en este punto su mente percibió el cartel del colectivo acercándose, así que volvió de sus abstracciones y recontó las monedas que tenía en la mano, aunque ya sabía que sumaban $3.75. Hasta eso era previsible, casi como su propia vida últimamente. En ocasiones fantaseaba con la idea de encontrar una moneda más, o una menos para tener que pensar en que el universo juega con nosotros a veces. Pero no, esta vez no había juegos y las monedas, como el viaje subsiguiente, fueron sin sorpresas. Bajó por atrás aunque la poca concurrencia de viajeros le indicaba que hubiera dado igual bajar por adelante, pero no tenía ganas hoy de desafiar esa regla. A veces sí lo hacía, en especial cuando el colectivo estaba completamente lleno, sólo por el placer de hacer sentir su presencia a todos los que iba empujando con fingida prisa por llegar a la próxima parada, mientras el cartel de “descienda por atrás” pegado sobre la ventanilla del costado parecía saltarle a la cara en rojo furioso. Sí, se dijo, su forma de obtener placer de las circunstancias era bastante extraña últimamente.
Llegó a la cochería y buscó la sala 2, donde encontró a su madre y padre, cuyos rostros ya denotaban los días de cansancio y de vigilia al lado de ese ser que no decidía si quedarse o irse, hasta que finalmente marchó. Ahí se enteró de la noticia, que le susurraron casi con vergüenza, ya que el decoro, las buenas costumbres y el protocolo de la muerte dicen en su artículo 25 que hablar de la herencia de los difuntos es un tema tabú cuando todavía  el fallecido sigue ahí, adelante, casi escuchando. Al parecer la abuela Martha tenía millones escondidos en algún sitio de su vivienda- le dijo su padre- aunque nadie sabía dónde los había guardado. Es así como siendo él a quien no le tocaba ni la misión de recibir a los pesantes, ni la de consolar y servir café constantemente a la tía Margarita, debía encargarse de ir a encontrar dónde estaba la fortuna que la anciana había escondido.
Así que ahí fue él,  en medio de la noche, a tomar otro colectivo hacia el sitio señalado (en el camino pensó en las mismas cosas que en el viaje anterior), casi entusiasmado  más por la aventura que por el  dinero mismo que fuera a encontrar, ya que ni la idea de los millones lo motivaba a replantear su eterno desapego, pero aceptaba de buena gana toda experiencia que lo sacara de esa apatía habitual que lo acompañaba.
Al llegar incursionó primero en lugares donde cualquiera hubiera buscado, y después fue tratando de trazar el perfil psicológico de la anciana, identificarse con sus rutinas y formas de actuar para adivinar dónde podría estar la dichosa fortuna. Tampoco tuvo éxito bajo este método, y rendido por el cansancio, al cabo de unas horas abandonó la pesquisa y se echó a dormir en la cama de su abuela.
Al día siguiente decidió que no iba a rendirse, que esto sería un desafío de pensar en detalles, y exploró todo sitio de la casa como si fuera una hormiga que tuviera que recorrer nuevos territorios para encontrar comida en Júpiter. El problema de esta nueva forma de búsqueda consistía en que la vivienda era inmensa, y con el paso de los días le comenzó a parecer particularmente más grande e intrincada de lo que había percibido durante los 35 años en que había visitado a la anciana en vida.
Sus padres comenzaron a llamar, primero para saber si estaba teniendo algún tipo de éxito en la misión, y luego preocupados por  su salud, ya que su madre presumía que ni siquiera se estaba alimentando, absorto como estaba en la investigación.  Primero los atendía con diplomacia (su madre tenía razón; pasaba cada vez horas más largas sin probar bocado, dormir o tomar agua) y  luego ni siquiera se ocupó de ocultar sus malos modales a la hora de contestar. En las últimas llamadas le habían comunicado que necesitaban planificar la mudanza de los muebles para poner la mansión en venta, que se resignara en cuanto a la búsqueda del dinero así como ellos ya lo habían hecho hacía varias semanas, pero él les había respondido que aún no podía irse. Cuando su madre le suplicó llorando que dejara la casa, y su padre amenazó con ir a romper la puerta para sacarlo de ahí, Manuel dejó de atender el teléfono, ya que consideraba que los minutos que pasaba escuchándolos bien podrían significarle un nuevo mueble o rincón explorado hasta el hartazgo.
Se cumplió un mes y seguía allí. El cansancio comenzó a hacerse sentir en su cuerpo y por primera vez dudó de si en algún momento la misión tendría buenos resultados, pero era mejor estar cansado a sentir el vacío de siempre, así que siguió adelante. Ese martes decidió entrar por una puerta que antes no había advertido y notó al atravesarla que estaba en una parte de la casa que no creyó reconocer. Incluso en ese nuevo tramo empezaron a aparecer más puertas que llevaban a nuevas habitaciones llenas de otras tantas puertas.  Manuel se sintió más frustrado que nunca, porque notó que iba a ser imposible examinar cada nuevo rincón que iba descubriendo, pero cierta compulsión lo guiaba obsesivamente a seguir explorando cada sector, que a pesar de que se le antojaba casi igual al previamente descubierto, siempre era nuevo.
En cierto momento el agotamiento fue demasiado, y decidió que ya era suficiente, que quizá debía parar y deshacer el camino, pero no pudo hacerlo. No sabía cómo había llegado a introducirse tanto en la mansión, pero ahora todo era un gran laberinto del cual él no tenía idea de cómo salir, porque todas las puertas y todas las paredes eran la misma pared y puerta multiplicadas en una secuencia sin fin. Intentó tomarlo con calma y probar de buscar la salida, pero en vez de ir hacia atrás le pareció que cada paso en reversa lo llevaba a perderse aún más en el interior de la casa, ya que no podía descubrir huella o rastro suyo que le diera alguna pauta de haber estado ahí minutos antes, o no.
En esa búsqueda frenética de señales, se encontró yendo, viniendo, probando y volviendo, y al dar un giro hacia la derecha se topó con la inesperadísima presencia de su abuela, que, sentada en una silla con la caja llena del famoso dinero, comenzó a hacerle gestos para que se acerque. Manuel sintió que la sangre se le congelaba y le ardía a la vez, que lo recorría perdida, urgente y temblorosa tal como él se estaba sintiendo en esta historia.  Concluyendo que todo esto no podía ser real, intentó una vez más volver atrás con desesperación, pero ya no existía atrás ni adelante, adentro ni afuera, sólo esa sensación de vacío que lo había acompañado siempre hasta en los momentos más extraños, y que ahora había resurgido más viva que nunca; incluso parecía reírsele en la cara y hasta tener dientes que comenzaron a devorarlo todo, a masticar paredes, a confundirse con ellas, hasta que de repente el vacío fijó sus ojos huecos en él, y supo que también sería devorado y no tenía salida entre tantas  paredes infinitas llenas de puertas infinitas. 
La policía lo encontró al día siguiente, muerto de hambre y sed, enroscado en posición fetal en un rincón de la sala de espejos de la casa, que representó luego el sector favorito para atraer a posibles compradores (ignorantes de este triste final). Esta mansión era la única del barrio que poseía esta particularidad en la construcción, aunque la anciana había mencionado esto en vida sólo a pocas personas, para evitar las visitas inesperadas de turistas y curiosos. Atrás de uno de esos espejos,  los detectives que investigaron la escena  hallaron una caja fuerte con el dinero.
Dicen los nuevos dueños (que conocían a la abuela desde su juventud), que a ella le gustaba jugar a construir laberintos con hermosas piezas de dominó de nácar, y que aún se siente su presencia en la casa, sobre todo cuando alguna puerta se abre o se cierra. También recuerdan a  Manuel, el único nieto de Martha, y coinciden en que su inexplicable muerte dejó atrás un grandísimo y profundo vacío que se siente casi humano y palpable en cada hogar de quienes lo llegaron a conocer bien.

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