Aquella vez estaba aburrida y decidí inventar la máquina de la resurrección. No fue una gran proeza, ya que la maqueta la encontré en Internet, en una página del tipo “Hágalo usted mismo”. Nadie había difundido la noticia de la existencia de tal aparato, supongo que dudaron de su don real. Pero yo me arriesgué, conseguí piecita por pieza en la ferretería y esperé al jueves, porque para el martes estaba anunciado mal tiempo. No quería tener todo mojado y correr el riesgo de que se me oxide el aparato. Eso ya me había pasado cuando armé aquella mesita y me la olvidé dos noches a la intemperie sin pasarle barniz.
Los del pronóstico acertaron, el martes llovió, pero el jueves amaneció soleado y seco, ideal para la construcción. Soy muy meticulosa con los detalles, así que me llevó cuatro horas y media el armado en lugar de las 3 horas sugeridas, pero ahí estaba la cosa en todo su esplendor: verde y ovalada, parecía un ibuprofeno de acción rápida. Una belleza del dadaísmo.
Ahora había que probarla, así que seguí el protocolo para programarla y experimentar el funcionamiento. Mi día podía desembocar en la victoria o en un fracaso absoluto. No tenía mascota, así que lo único vivo y con movimiento que encontré en el patio, fue un caracol que se arrastraba decidido (pero no veloz) hacia mi único malvón florecido.
-“¡Vengapacá!”- sentencié, y lo ahorqué hasta que murió.
Usted dirá que es imposible ahorcar a un caracol, pero eso es porque nunca probó. Como verá, yo llevo todos los asuntos a la práctica y puedo asegurarle que es factible. Además el bicho es todo cuello… ¿no lo encuentra cada vez más lógico?
Asesinado, laxo y baboso, el caracol fue depositado en la cápsula. Después había que esperar unos minutos, que me parecieron interminables. Cuando sonó el ruido del timer, abrí la puerta y me encontré al caracol vivo que se arrastraba por el fondo de la máquina sin ningún tipo de conmoción aparente. La primera prueba había sido un éxito y me inyectó el entusiasmo necesario como para seguir adelante.
Ahora era mi turno. Resultaba irónico el hecho de que lo más difícil del acto en sí, fuera concatenar mi suicidio con el paso posterior, que era apretar el botón para activar la resurrección. Resultaba imposible llevar adelante el segundo paso sin la ayuda de otro, pero tendría que encontrar la forma. Así que tuve que enfocarme en automatizar la máquina para que se activara sola a los dos minutos de mi muerte.
Un tiro bastó, y créame, al rato ya estaba resucitada. Fue una desilusión no encontrar nada revelador entre estar viva, morirme y estar viva de nuevo. Sólo había sentido al despertar mucho hambre, así que después de almorzar (o cenar, no tenía muy presente la hora), me dispuse a intentarlo de nuevo. Al otro día no trabajaba, así que podía acostarme tarde sin resacas posteriores. Lo intenté una vez más, y lo mismo. Esta vez no comí, y pensé si sería abuso insistir una tercera.
Sentía la obsesión de querer atrapar algo del más allá que no había podido captar hasta ahora. Me pregunté ¿por qué parar? ¿No le había ganado a Dios al competir contra él en eso de la vida y la muerte, y encima, haber triunfado? No, no le había ganado, ahora jugaba de su reemplazo, si quería. Y sí, quería, así que lo intenté una tercera vez y una cuarta. Para la quinta, el ritual había perdido la emoción del estreno. El viaje se empezó a transformar en una rutina casi tan predecible como seguir un manual, pero me daba celos lo de la luz blanca y ese vislumbre de maravillas que relataban quienes habían vuelto de la muerte por pura magia. Bueno, tal vez no por magia sino por acción del otro de arriba, de ese Dios que ahora parecía quererme negar lo gustoso de la experiencia, en dejarme jugar, pero aún bajo sus reglas.
-“No me vas a ganar”- dije, y lo intenté una quinta y una sexta vez.
La séptima fue de puro orgullo, porque la verdad es que hubiera preferido sentarme a ver qué daban en televisión, que seguir con esto de resucitar por gusto.
Pero de golpe cambió todo, porque en esta oportunidad no volví. Frente a mí se abrió el túnel de luz y había comenzado a emocionarme, hasta que percibí que no empezaba la vuelta atrás, sino que iba como en cinta transportadora hacia adelante, irrevocablemente.
Y llegué al cielo, nomás, al cielo del otro, al cielo de la competencia. Recién entonces todo se hizo claro y la verdad vino a mí como una cachetada. Estaba en el cielo de los felinos. Yo era un gato que se había olvidado de que cuando nacés te dan siete vidas para gastarlas como quieras, con la condición de que no juegues a competirle al patrón. Dios mismo se presentó en persona (o en divinidad) para patearme como una pelota hacia el purgatorio, como corresponde a un gato callejero que se le da por hacerse quien no es. Y Dios estaba enojado, sí, pero sonreía, porque allá no tienen canales de cable pero esta historia había sido una buena película para mirar desde arriba y divertirse un rato.