Y mientras nuestra sangre escupe fuegos envenenados,
exponiendo la carne sobre asadores que queman las cicatrices por fuera y las
rellenan con gritos salados que las queman por dentro también; y pide muertos
para vengar nuestra furia, comiéndonos crudos a los hijos de los hijos de los
hijos de los que nos han hinchado los ojos con babas de ácido; malditos sátrapas
del dolor que sonríen ante nuestra caída invalidante de la que no nos
levantamos a la 1 (ellos ríen) no nos levantamos a las 2 (ellos gozan) y no nos
levantamos nunca (ellos tienen multiorgasmos), nuestro yo social se peina con
raya al medio y pide al mozo otro café. Sí, con dos de valium y una cucharadita
para revolver, o re-vol-vernos como si pudiéramos desensillar en una taza y
echarnos ahí a ser otros mientras el alma que nos puebla hoy se ve tan
parecida, tan espejo de ese caldo negro que gira y gira sin parar dentro de
porcelanas chinas impersonales, imperturbables.
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