A veces no se trata de irse, doctor, sino de un huirse, por
una cierta insoportabilidad que da el que siempre busquen y te encuentren.
Siempre esa dificultad por desaparecer del todo. Porque convengamos que uno
puede esconder una mano en el guante, una piedra en el zapato, un tic en una
tos o un estornudo fingido…Incluso creés que así te saliste con la tuya, y te
empapás de la buena suerte del caos pegándote como una lluvia sin que ninguno
caiga en cuenta, y listo, ese amarretearles una verdad hace que todo sea más
liviano porque no hay testigos, y hasta la comisura derecha se levanta y se
hace creíble por debajo de la lana
rojaverde- rojaverde de la bufanda que escondió tu tristeza hasta hace un rato.
Pero ahí está el problema y la mentira autoinfligida: andar confiándose en los
gestos minúsculos, que al final son como hormiguitas caminando por el costado
de la pared del jardín que sólo ve la gente que te tiene por demás estudiado, y
que siempre te va a mirar como sospechando que tenés un día negro y de seis
patas, hagas lo que hagas o estés como estés.
No, lo peligroso son los otros elementos: los que están a la espera de
traicionarte ante todo público. Ese zapato no lustrado, esa media que no hace
juego con la otra, esa mirada que dice lindo día a Doña Josefa la vecina,
mientras ella como que duda y sí ve en sus ojos, doctor, esas nubes con
tormenta. Ese quiebre final es el que te deja desnudo ante el mundo, y el mundo es mucha gente mirando fijo, con ojos insoportables que esperan, urgentes.
A veces siento que no se puede engañar a nadie del todo, doctor, y esa infacultad
me desilusiona de la vida. Entonces pienso en eso de no estar más, como una paz
que nos lleva a lugares desaparecedores de los que nadie sabe mucho.
Irse y no
volver, ¿se imagina? para que el juego de las escondidas no termine en un preciso
¡Pica usted que está escondido detrás del
árbol!, sino con un final abierto, y sobre todo realmente ausente.