Érase aquella vez una cuasiescritora que comenzó
a reconstruir palabras en un porquesí anti aburrimiento, hasta que llegó a inventarse un idioma propio y único que
descartaba sobras y unía sustantivos, adjetivos y verbos en
resignificantes términos casi irreconocibles e inusables en una conversación de
rutina. El día en que puso en práctica todo su diccionario nadie más tuvo el
don de comprenderle ni una frase, así que mudó su vida y sus palabras a una
isla casi deshabitada en medio del océano. Allí camaleonó lentamente con el
paisaje antropofóbico, hasta convertirse en una darwinescante especie animal que
se deslizó como paria y signo de interrogación por la cadena evolutiva
intersticial. Dicen que se le falleció la existencia una tarde de
veranosoliento extremo, tratando de que
alguien la entendiera y le vendiera agua dulce a cambio de un empacamiento de
poemarios suyos recién salidos de su cajondelirium diurnicreativista.
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