No me importan los barrios vecinos.
Me importan los que cuento en mi haber
pero que se inventan en el lado virgen
y puro, enarbolados
como bandera ante lo blando.
Los que aun mirándolos por mucho tiempo
permanecen en misterios omniscientes
o que cambian frente a mi cara
sin que yo sepa enterarme.
Me importan porque son propios sin serlo,
sin que yo pueda empaparme por sus calles
y entre sus habitantes que me muerden los talones
de forma impersonal (dicen).
Son estos barrios los que juegan a ser otros,
para que los deje sin mí, viviendo su paz,
para que mis nostalgias no hagan allí su nido
llamándolos dueños. Sé,
sin embargo,
que llevan mi sangre entre sus muros.
Puedo olerla debajo de todo asfalto,
incluso sus aires fallan el pacto de silencio
cuando un mendigo estira su mano
cansada del gesto de pedir
un algo que aún no sabe,
y descubro en sus ojos insatisfechos
otros como míos.