La bailarina juega a ser
trompo en su cajita de música, etéreo remolino que sin embargo, no le da pelea
al viento. Es fácil ser ella, si uno la imagina como parte de lo frágil y lo
manso, dejándose conducir al son del burbujeo del mundo que la circunda. A lo
lejos, el soldado de plomo es un habitante tieso de lo inmueble, atornillado a clorofórmicos
mares de estoicidad. Oculta en su rol de espectador el grafismo de lo no
flexible, lleno de rectas y rectitudes valientes y valiosas, pero sin ninguna O
que orbite en su universo de un solo perfil.
Pero en cierto momento
la música deja de sonar, la bailarina se detiene, y su mirada se acopla en
tiempo y velocidad a la del soldado. Es ahí donde la igualdad de la
coincidencia los hace cercanos y les da cuerda en el sueño de poderse ver uno
en el otro, y viceversa cien veces, como
un partido de ping pong donde cada regreso es una fiesta de los cinco sentidos.
Entonces la bailarina se
aquieta, descansa en eternidades y el soldado puede bailar a través de la
mirada de quien vuela en danzas. Los dos huyen con la imaginación en calesitas,
los dos sienten que pueden heredar el mismo final del cuento. Pero el silencio
se apaga y la música recomienza, cortando el lazo rojo del instante en que los
dos se encontraron a sí mismos al atreverse a poblar el otro lado del abismo.