Llegó un día en que ella tomó esas palabras tan anteriormente familiares y las miró fijamente. Ahí estaban, cada una tenía implícito un recuerdo que por más que en su momento hubiera sido grato, ahora estaba teñido del velo del atrás y lejos. Algunas se habían mimetizado tanto con mentiras aunque sonaran bien, que la ironía de recordarlas las hacía odiosas. Decidió, entonces, ese día, que no tenían derecho a robarle esas palabras. Que no tenían derecho a perderse en un abismo donde las viejas heridas las tiñeran de colores dudosos. Y así, lo vio a él. Y entendió que al decírselas, de a una (usó las menos dañadas primero, para ver cómo sonaban), las iba recuperando. Ya no eran del paso del tiempo, ni tenían gusto a nada, ahora tenían otra luz y otro mañana. Así supo que él estaba ocupando lugares en su vida que una vez creyó nunca más iba a volver a permitirse. Y qué tanto se alegró, qué tan bien le hizo saberlo ahí, todavía no sabiendo si era su estrella, pero sí inspirándola a más, y abriéndole puertas que se estaban oxidando. Lo veía, y verlo, resignificaba mucho de su atrás. Verlo le elevaba el alma hasta rincones con los que antes sólo soñaba. Y ahora sonreía, otra de las palabras casi prohibidas. Y qué lindo era estar ahí, de nuevo, en ese principio que ya se le estaba creciendo tanto. Y supo que esta vez, hasta el “te amo” podría recuperar, entero, y con todo su sabor a sueños.